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Amelia Uzín-«Buscar las pancartas y cargarlas es como encontrarlos a ellos»

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La paranaense cuenta cómo sobrevivió al terrorismo de Estado y al exilio; pide justicia por su hermano y su cuñada y por el hijo de ambos

enía 19 años cuando el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 barrió con el gobierno constitucional y dio inicio a la dictadura cívico-militar. Un año después Amelia Uzín fue secuestrada en Buenos Aires, llevada al centro clandestino de detención El Atlético y liberada unas horas después, de madrugada, en los bosques de Palermo. Junto a ella fue detenida su cuñada Diana Lijtman, embarazada de tres meses, y el día anterior había desaparecido su hermano, Andrés Uzín. Ni Diana ni Andrés, ni el hijo que ambos esperaban, volvieron a aparecer. Amelia sufrió el exilio en Brasil junto a su familia, única opción para sobrevivir al terrorismo de Estado, de donde regresó recién en 1993. En diciembre de 2017 su caso tuvo sentencia en el marco de la causa ABO III (Atlético-Banco-Olimpo). Todavía busca a su sobrino o sobrina que debió nacer en cautiverio y lucha por memoria, verdad y justicia para su hermano y su cuñada. A la par, dedica su vida al teatro, desde la actuación, la dirección, la dramaturgia y la docencia. Hoy se vuelve a juntar con otras personas para marchar en Paraná, llevando en alto las pancartas con las fotos de sus seres queridos.
—¿Qué significa para vos la fecha? ¿Qué acostumbrás hacer los 24 de marzo?
—El 24 de marzo es una fecha que recuerda un momento terrible. Cuando fue el golpe en el 76, yo en ese momento estudiaba, no tenía militancia y no entendía mucho qué significaba. Recuerdo el momento, a la mañana temprano, que me fui a estudiar a la casa de una amiga y en la radio pasaban música militar, y los padres de mi amiga decían que había habido un golpe y yo no tenía mucha dimensión todavía de lo que eso significaba. Había notado los cambios en la facultad que había habido desde el 74, cuando yo arranqué, pero fui tomando conciencia a medida que fue pasando el tiempo y coincidió que yo me fui comprometiendo con la lucha política después del golpe, no antes. De hecho mi militancia es mínima porque arranqué cuando ya había pocas cosas para hacer en términos de militancia colectiva, ya no se podían hacer pintadas ni actividades, no se podía reunirse prácticamente porque no había cómo, ni dónde. Los 24 los vivo como un momento de encuentro, de encuentro con mi familia, de encuentro con Andrés y Diana. Esto de buscar las pancartas y cargarlas es como encontrarlos a ellos. Lo vivo así. También llevamos la pancarta de Gerardo Brugo, un primo de mi papá que desapareció ya al final de la dictadura. Y también con toda la gente de acá que participa. No es un festejo, es un momento de encuentro, de mucho afecto, donde nos abrazamos mucho y estamos juntos para abrazarnos y para seguir.
—¿En qué cambió tu vida el 24 de marzo de 1976? Dijiste que en ese momento todavía no militabas.
—Yo estudiaba Medicina. Siempre estuvo en mí la necesidad de hacer algo, desde chiquita, y lo primero que hice fue participar en un grupo de chicos de una iglesia que con un cura de San Isidro iban al sur a misionar. Los dos primeros veranos de mi vida en Buenos Aires fui con ellos al sur, que fue una experiencia hermosa. Íbamos al valle del Pichi Leufú, cerquita de Bariloche; una zona de la precordillera muy precaria, donde las casas están una a 50 kilómetros de otra. El primer año ayudamos a construir una escuela y acampamos y estuvimos ahí. La segunda vez hicimos alfabetización de adultos con el método de Paulo Freire, para lo cual nos preparamos durante todo el año. Tuve la alegría enorme de ser alfabetizadora en ese lugar, teniendo 18 años, con gente grande que nunca había podido leer ni escribir nada. Además vivimos en sus casas. Fue maravilloso. Pero si bien eso era reconfortante, era eso: reconfortante; yo sentía que no era suficiente. Me impactó mucho que en ese viaje había una médica que de casualidad trabajaba ahí, que era de Buenos Aires, y nos dijo que nosotros éramos unos «garquitas» que nos creíamos que íbamos ahí a hacer algo. A mí me mató, dije: «No hago nada, yo que creo que estoy haciendo mucho». Me acuerdo de la cara, todo. Entonces hablé con mi hermano, que militaba en Montoneros junto con Diana, y le dije que quería militar. Pero no en la facultad, porque no quería ser «garquita», quería militar en un barrio. Mi cuñada militaba en la zona de San Juan y Boedo, pero ya a esa altura, después del golpe, los vecinos estaban todos escondidos en sus casas, nadie quería saber de nada, había mucho miedo. Ella me hizo el enganche para militar ahí, se armó un grupo pero no hicimos prácticamente nada. Tuvimos una reunión, una tentativa de pintada y nada más. Después cayó nuestro responsable, pusieron otro, y en la cita fija con mi responsable él no vino y ya me desenganché. Fueron meses.
—¿Cuándo fue el momento del secuestro?
—Primero fue mi hermano, el 8 de abril del 77. Andrés seguía militando; como había tantos compañeros que caían, él estaba ocupando un lugar más alto en la organización. Él militaba con Pedro (Rearte), que era mi pareja, que yo había conocido a través de él. Diana ya no militaba más, además de estar haciendo reposo por su embarazo, estaba quebrada ella en cuanto a la militancia, estaba muy asustada y frágil. Además ya había perdido un bebé, ahora estaba con riesgo de perder otro y tenía miedo de perderlo a Andrés. Tanto es que le suplicaba por favor, cada vez que él salía, que dejara, que dejara. En ese contexto fue que el 8 de abril, que fue Viernes Santo, a las ocho de la noche, yo estaba en la casa de una tía abuela mía y me llama Diana diciéndome que Andrés no había vuelto. Al otro día a la mañana fue que nos secuestran a los dos en la casa de ellos en Villa del Parque.
—¿En qué momento las separan?
—Nosotras dormimos en otro lugar, y al otro día a la mañana, sabiendo que no tenemos que ir a la casa de alguien que cayó, ella quería ir a la casa a buscar el gato. Ella tenía un gatito que le había regalado Andrés. Yo le decía que no podíamos, pero ella insistía. Y fuimos las dos, intentamos hablar con el padre de ella que tenía un negocio cerca de la casa de ellos. Ella quería hablar con su mamá para contarle lo que le pasaba y los teléfonos públicos en esa época no andaban. El padre la echó a patadas, prácticamente, y ella salió hecha bolsa, peor de lo que ya estaba. Ella fue a un almacén a tratar de hablar por teléfono y yo di una vuelta por si veía algo raro. No vi nada, volví, Diana no había conseguido hablar y fuimos. Era un PH cerquita de la estación de Villa del Parque. Entramos y ella se fue para arriba, al dormitorio y ahí se desmoronó. Lloraba abrazada a un pulóver que le estaba tejiendo a Andrés. Yo me empecé a desesperar porque no nos podíamos demorar. Nos demoramos 20 minutos, media hora, una barbaridad. Hasta que logré que bajara. Yo iba adelante para abrir la puerta y cuando agarro el picaporte, el picaporte baja solo y viene la puerta hacia mí y entran los tipos y dicen: «Quietitas, quietitas, somos del Ejército». Me desmoroné sobre una camita que había ahí en la entrada, sentí manotazos y cosas y ellos dicen: «Pará, pará, que venimos de parte de Andrés». Ahí ella se detiene, le dan un papelito y ella se sienta al lado mío y yo la miro. Tenía la boca llena y el papelito tenía la letra inconfundible, horrible, de mi hermano. Diana lee el papel, mastica, traga y ahí los tipos la agarran, se la llevan a los tirones y ella iba a las arcadas y esa fue la última vez que la vi. No supe más de ella, ni yo ni nadie. Yo quedé un rato ahí, viendo cómo pasaban llevando cosas, discos, libros, papeles. Uno quedó enfrente mío vigilándome, supongo, y le preguntaba cómo estaba Diana y me decía: «Está bien, la salvamos porque no somos hijos de puta como ustedes los Montoneros». Después, cuando estuve adentro, que también les preguntaba, me decían lo mismo. Como que le hicieron largar la pastilla. Ella tenía, yo no sabía, la cápsula de cianuro metida en un cinturón ancho que tenía el jumper de jean que usaba. Si bien Andrés era mucho más formado políticamente, ella la tenía más clara, porque supo lo que tenía que hacer: tomó la pastilla. Y Andrés le mandó esa carta en un intento de salvarla. La cartita decía: «Querido chanchito –cómo él le decía– estoy herido, pero estoy bien. Yo les dije que vos no tenés nada que ver. Cuidate. Te amo. Andrés». Era una intención muy ilusa en ese momento, de salvarla. Ella tenía la cápsula en la boca, era una cápsula grande, y cuando terminó de leer la masticó y la tragó.
—¿Vos estuviste unas horas detenida?
—Yo estuve desde las 11 y media de la mañana, que fue la hora que ellos llegaron ahí al departamento, hasta las 4 de la mañana del domingo que me largaron en los bosques de Palermo. No llegué a estar un día. Vi la celda donde estuve: cuando me di cuenta de que estaba sola, que no sentí voces ni nada, me levanté la venda y vi que era una celda finita con dos camas. Hará ocho años atrás encontramos en una revista una lista de personas vistas en El Atlético y estaba Andrés. Hablé con Cecilia Ayerdi (del Equipo Argentino de Antropología Forense) y ella me dijo que había una persona que lo había visto a mi hermano ahí. A mí me habían dado una letra y un número cuando entré, y por Cecilia supe que eso coincidía con el modus operandi de El Atlético. Ahí empezó un camino nuevo de descubrir dónde estuvimos. Después pude ir, la celda donde yo estuve está, sin techo pero está, puede reconocerla. Eso sirvió para que mi caso entrara en el juicio de ABO III. Lamentablemente no entró el de mi hermano. Hemos hecho lo posible para que el caso de Andrés entre.
—¿Los juicios reparan en algo el daño causado por el Estado?
—Es tremendamente importante que haya juicios; el hecho de ir a declarar trae de nuevo lo ocurrido, duele como antes. Repara porque somos un montón de gente que estamos ahí, declarando, pudiendo decir lo que pasó, y porque hay una sentencia aunque no sea la mejor. Soy sobreviviente y eso cobra sentido en la medida en que pueda contar.
La búsqueda que no termina
A Andrés Uzín lo mataron en la vía pública junto a Verónica Basco, simulando un tiroteo, el 16 de mayo de 1977 a las 20. Lo tiraron en la calle con dos tiros por la espalda. La Policía fraguó el enfrentamiento. Los dos cuerpos fueron llevados a la morgue. La fuerza de seguridad entregó el cuerpo de Verónica a su familia, pero adujo que no reconoció las huellas de Andrés, que fue enterrado el 18 de julio en una tumba como NN, en el cementerio de la Chacarita. En julio de 1985 lo sacaron y lo tiraron a un osario. De todo esto la familia se enteró al encontrar un expediente luego de recuperada la democracia. Andrés permanece desaparecido. De Diana Lijtman no se tienen datos sobre su paso por un centro clandestino de detención, ni sobre su destino final. Tampoco se sabe qué sucedió con el bebé que ambos esperaban, que hoy tendría 41 años y a quien siguen buscando.
Escapar al exilio como opción para sobrevivir
A Amelia Uzín nunca se le hubiera ocurrido vivir en otro lugar que no fuera Argentina, y mucho menos en aquella circunstancia, con familiares y compañeros desaparecidos. Cuando ocurrió todo aquello, ella y su pareja, Pedro Rearte, viajaron de Buenos Aires a Paraná para contarle a su mamá, María Nelly Fontana de Uzín. Luego Pedro viajó a Córdoba, que fue la primera opción de escape. Pero en Córdoba la situación era aún más peligrosa. Cuando se encontraron nuevamente en Buenos Aires para «levantar» el departamento donde vivían, se enteraron de que ya habían andado preguntando por ellos. La familia de Rearte insistió para que se fueran a Brasil, pero Amelia decía que no podía irse en ese contexto. Entonces les dieron un par de contactos en Corrientes, para que al menos estuvieran cerca de la frontera, por si necesitaban cruzarla en caso de una urgencia. Juntaron plata entre los familiares para comprar el pasaje en tren. Viajaron hasta Paso de los Libres, donde estaba un amigo de la familia al que hacía mucho que no veían, y cuando llegaron se encontraron con una ciudad totalmente militarizada. Para peor, el contacto que tenían resultó ser un despachante de Aduana que trabajaba con los militares y no les ofreció ninguna ayuda. Entonces, finalmente, decidieron salir del país. Fueron en taxi hasta la frontera. Pedro bajó con los documentos para hacer el trámite de Migraciones. Demoró demasiado. Amelia lo vio regresar después de un largo tiempo, cuando ya pensaba lo peor. Estaba pálido. No habían tenido en cuenta que ella era menor de edad, tenía 20 años, y necesitaba autorización de su madre para salir al exterior. Pedro lo resolvió con un billete de moneda brasileña que ni sabía qué valor tenía y un ruego al militar de la frontera: «Poné que tiene 21». Así salieron.
El teatro, desde siempre
El teatro estuvo siempre en la vida de Amelia. Era chiquita y hacía unipersonales en los cumpleaños. Tenía tres personajes: el borracho, la «vieja platuda» y el nenito que se portaba mal. En la escuela Secundaria, en Paraná, se enganchó con un grupo e hizo dos obras. En Buenos Aires le fue imposible continuar. En el exilio, su vida giraba en torno a la militancia por los derechos humanos, en el Comité Brasilero por la Solidaridad con los Pueblos de América Latina. Allí había argentinos, uruguayos, chilenos, ecuatorianos, paraguayos y brasileños. Conoció también a un grupo de teatro popular, que hacía teatro y música en los barrios. Se involucró con ellos durante varios años; le resultó una experiencia hermosa porque era todo colectivo: la dramaturgia, la dirección, la actuación. Estudió teatro todo lo que pudo, todo lo que le permitía la militancia y la dedicación a sus hijos. Cuando volvió a Paraná, en 1993, hizo un paréntesis, estudió Psicología Social y más tarde, hace unos 12 años, volvió a los escenarios. Ahora promete que ya no va a parar. Fuente Diario Uno -Foto juan Manuel Hernandez
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